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El ruido y el trabajo

Ernest Hemingway (1899- 1961)

Cuando yo ya era adulto, y había pasado por varios empleos en relación de dependencia, mi viejo glosó para mí las que eran, a su criterio, las tres condiciones fundamentales de un buen trabajo. La primera, vivir cerca. Había que trabajar cerca de donde uno vivía o vivir cerca de donde uno trabajaba. ¿Por qué? Porque un viaje excesivo te predisponía mal, te fastidiaba, te cansaba y te hacía llegar mal dispuesto a la tarea diaria. La segunda era la remuneración. Había que cobrar bien por lo que se hacía, o sea el salario asignado tenía que alcanzar para pagar las cuentas, ir al supermercado y, si era posible, debía sobrar un poco más para ahorrar o irse de vacaciones. La tercera condición era el ambiente de trabajo. Había que trabajar con gente con la que uno se llevara bien, estuviera cómodo, personas con las cuales mantener una relación amable, de confianza, de complicidad. No necesariamente tenían que ser tus amigos, dijo mi viejo, en algunos casos era mejor que no lo fueran. Pero un ambiente laboral donde un jefe te maltrataba, donde trabajabas tenso, donde tus compañeros no te escuchaban, donde no había confianza, no servía.

Cuando me señaló estas tres condiciones, mi viejo me dijo que no tenían un orden. Al contrario, estaban las tres a la misma altura. Y agregó que te podía fallar una, incluso dos, pero si te fallaban las tres, lo más probable era que ese trabajo te hiciera infeliz y terminaras por renunciar. Por lo que yo conocí de la vida laboral de mi padre, él siempre había reunido las tres condiciones (o quizás dos y media, porque si bien tenía su estudio cerca de donde vivíamos, y muchas veces incluso dibujaba y diseñaba en casa, viajaba bastante dentro y fuera de la ciudad para atender diferentes obras.) Por mi parte, yo nunca logré los tres. La mayoría de las veces logré dos de tres. A veces ni eso.

Ahora me pregunto si escribir y leer son actividades que conforman un trabajo. Es algo sobre lo que pienso bastante y sobre lo que se dijo mucho. Quizás esto se deba a que los escritores son como las familias infelices de Tolstoi: cada uno lo es a su manera. Por otra parte, nunca se termina de vivir de escribir poesía ni de leer novelas, pero esas actividades están llenas de otras actividades de las que sí se puede vivir como la docencia, el periodismo, la política, la traducción o la gestión. (Una vez Ricardo Piglia dijo que el trabajo del escritor, al final, era un trabajo como cualquier otro. La frase, de corte clasicista, anti-romántico, me generó en su momento cierto alivio y todavía me resulta enigmática.)

Como fuere, lo que está lejos y lo que está cerca se vuelven muy importantes a la hora de escribir. Tanto la lectura como la escritura requieren tiempo y silencio. Desde luego, uno puede leer en el transporte público, o en un bar con música y borrachos, y también puede escribir en una redacción o en la cocina de un restaurante. Pero el tiempo y el silencio son, para el escritor, herramientas tan ideales como onerosas. Ambas, pero mucho más el silencio, se constituyen en relación al ruido, así que finalmente el silencio depende de lo lejano y lo cercano. De hecho, el ruido debe estar lejos para escribir, pero no tan lejos como para que jamás se escuche. El silencio compacto, continuo, imperturbable puede ser hermoso y tonificante, pero si estás lejos del ruido, de lo social, de los discursos y del habla de tu época, es probable que tus lecturas y tu escritura se resienta. La aislación total genera escritores autistas, a veces geniales, pero siempre con aristas de intrascendencia o aburrimiento.

El ruido de las ciudades, de los centros vitales de las ciudades contemporáneas, se opone, en nuestro imaginario, a la soledad del campo. Al parecer, hay algo incandescente y continuo en el trabajo y en la vida de los hombres que el escritor debe evitar para poder leer y escribir. La imagen más común de este aislamiento es la cabaña en el bosque, el bucólico paisaje donde reencontrarse con las musas. Pero ¿cómo se accede a esa casa? Las obras que leemos hoy y que leíamos en el pasado, y sobre todo las que constituyen el enorme corpus de la novela moderna, el ensayo y la historiografía, se escribieron con un viaje interior que produce una soledad administrada antes que en una determinada situación geográfica.

La relación del escritor con el ruido, esa distancia, entonces, debe ser regulable y regulada, ¿pero quién la formatea? ¿Cómo no acercarse demasiado? Sobre el ruido, nos volvemos locos. Inmersos en el silencio perfecto dejamos de escuchar. El silencio y el ruido, finalmente, se construyen. Son como edificios neuróticos, a veces de cristal, a veces de hierro, a veces de ladrillos, a veces de papel y cera, a veces de hielo y de vibraciones en el aire. Para construir y comprender los usos de estos perímetros debemos también aprender a mesurar y utilizar nuestra soledad.

Cuando recibió el premio Nobel, Hemingway no fue a recibirlo. En su lugar mandó una nota. Alguien la leyó en voz alta. En una parte dice así: “Escribir al mejor nivel conlleva una vida solitaria. Las organizaciones para premiar escritores mitigan la soledad del escritor, pero dudo que mejoren su escritura. El escritor crece en estatura pública a medida que se despoja de su soledad y a menudo su trabajo se deteriora. Por eso debe trabajar solo y, si es un escritor lo suficientemente bueno, debe enfrentar la eternidad, o su ausencia, cada día”.

Aquí hay varias categorías en juego. Los que deben estar cerca, los que deben estar lejos y a los que les podés mandar una nota manuscrita a cambio de mucho dinero. Lidiar con esos grupos es difícil pero Hemingway era muy bueno en eso. Tenía el coraje y la disciplina para entrar y salir del ruido. Y no eran ruidos menores, eran fiestas populares, guerras civiles, conflictos bélicos a escala continental, caza mayor, salones, redacciones y viajes de todo tipo. Y después del vértigo diurno en la sabana africana o el cansancio de la madrugada parisina, todavía podía sentarse a escribir lo que había visto y escuchado. Así y todo, a la ceremonia del Nobel no fue. Sabía muy bien que la vida pública del escritor, los premios, las redacciones, los ministerios y los cargos pueden ser un espejismo cruel. Parece que estás haciendo algo, parece que estás avanzando, pero muchas veces no es así y ese ruido físico, el ruido de los vasos chocando y de los jóvenes transgresores y los viejos conservadores hablando de política y dinero en el hall de un hotel o un teatro, puede ser el peor ruido para un escritor. ¿Dónde ponemos la web en este mapa de lugares y de signos? Por momentos es vida social, por momentos herramientas, a veces también puente entre lugares, pero pocas veces se la ve despojada de ruido.

En Green Hills of Africa, Hemingway redactó un pasaje preciso, repetido mil veces en la web: “Los escritores deberían trabajar solos. Deberían verse sólo una vez terminadas sus obras, y aun entonces, no con demasiada frecuencia. Si no, se vuelven como los escritores de Nueva York. Como lombrices de tierra dentro de una botella, tratando de nutrirse a partir del contacto entre ellos y de la botella. A veces la botella tiene forma artística, a veces económica, a veces económico-religiosa. Pero una vez que están en la botella, se quedan allí. Se sienten solos afuera de la botella. No quieren sentirse solos. Les da miedo estar solos en sus creencias.”

El párrafo vale una relectura. New York aparece aquí como la ciudad del movimiento, de las vibraciones, del estruendo. La analogía de las lombrices y la botella ataca una debilidad no solo de los escritores, sino de todos los seres humanos. Luego, a la soledad se le agrega el miedo. Pero esto no es un golpe bajo, es un acierto. Si no podés estar con tu verdad, con lo que sos, con tus limitaciones, con tu manera de acercarte a vos mismo, en definitiva, si no podés estar solo, jamás va a poder escribir.

Aprender a escribir es también aprender a estar solo. Y aprender a llenar, mitigar y consolidar esa soledad con palabras. Pero más allá del elogio a la dureza y la austeridad, el escritor que pasa mucho tiempo aislado pierde la noción de su tiempo y su espacio. La soledad también puede ser la botella que encierra a la lombriz. La ciudad de New York merece ser visitada de vez en cuando entendiendo que funciona aquí como una analogía de todas las ciudades del mundo. Puede ser New York, entonces, pero también Bucarest, Napoli, Rosario, o San Petersburgo o Brasilia. Estas son buenas ciudades para visitar una vez que la obra está terminada, y excelentes para, ¿quién podría dudarlo?, buscar las historias de un nuevo libro. Por otra parte el espectáculo de los escritores fóbicos, moviéndose en la tierra embotellada, es en sí mismo un capítulo fundamental de la novela que siempre debemos actualizar. Estar solo, entonces, y estar acompañado. Es entre el exorcismo público y la peregrinación interior que leemos y escribimos hoy en esta primera mitad del siglo XXI.////

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